Amparo: hace poco estuve viendo el lanzamiento de la campaña de tu nuevo producto de belleza para conservar la juventud. Estás muy linda, como siempre. Claro, a mis 68 años me pregunté: ¿para qué la eterna juventud? Y luego me di cuenta de que me preguntaría lo mismo si tuviera 40 o 50 años. ¿Qué haría yo con una eterna juventud? Prefiero mil veces mis arrugas, mi piel no tan firme, mis gorditos en la cintura, mis amigas que envejecen conmigo y mis amigos que siguen creyendo que nosotras las mujeres somos las únicas que envejecemos.
Prefiero un cuerpo que esté en armonía con discursos que reflejan experiencias vitales, porque estoy convencida de que es importante la coherencia entre cuerpo y discurso, entre rostro marcado por la vida y por los amores y desamores que dejan huellas inscritas en la memoria. Y me gusta tener, ya desde hace algunos años, el cuerpo y la cara que merezco, este cuerpo en los albores de la vejez que merece mi recorrido vital. Y creo que ningún "revertex", ningún gen o elíxir de la longevidad, ningún polifenol, podrá cambiar esto. Claro, están los cansancios de las noches después de un día lleno de trabajo y de los encuentros con mujeres diversas de este complejo y multifacético país, encuentros en los que son las palabras las que cuentan y no la imagen corporal.
Entiendo que para ti, Amparo, tu cuerpo, como una de tus principales herramientas de trabajo, haya sido y siga siendo importante. Sin embargo, te quiero decir que cuando pienso en ti, lo que me viene a la mente son tus capacidades actorales e histriónicas que hemos visto en decenas de series y películas. Por supuesto, también recuerdo tu belleza, pero no esa que hoy quieres vendernos.
Amparo, creo sinceramente que no has medido el daño que generan para las mujeres colombianas comunes y corrientes todos estos comerciales y photoshops de figuras femeninas de medidas perfectas. Me pregunto por qué seguir alimentando imaginarios que quisiéramos derrumbar, imaginarios que, en lugar de hacernos sentir bien con nosotras mismas, nos obligan a estar atentas a la secular mirada masculina y a depender del saber y del deseo del otro fijado en casi todas las expresiones de la cultura.
Mi cuerpo me pertenece, y cuando digo que me pertenece significa que lo he expropiado a la cultura. Y te cuento una cosa, Amparo: a mí y a muchas de mis amigas no nos gustaría vivir en un mundo lleno de rostros fijados en una falsa y tramposa eterna juventud. Rostros sin expresiones, muslos y nalgas sin historias. Y cada vez más, feministas o no, hemos aprendido a aceptar, asimilar y asumir nuestra edad, nuestros años y las huellas de ellos, estas huellas biográficas que nos permiten leer o adivinar la riqueza de una vida llena.
Afortunadamente, conozco algunos hombres con imaginación que aprecian nuestros años y sus huellas, que prefieren estar en compañía de mujeres cuyos muslos no son tan firmes, cuya piel ya con manchitas y bastantes surcos en la esquina de su mirada, tienen un mundo para contarles y no juegan a parecer lo que ya no son.
Y no lo digo por ti, Amparo, quien muy seguramente también tienes un mundo para contar, un mundo que hubieras podido contar igualmente con un cuerpo no tan trabajado ni tan entregado a los modelos culturales que nos exigen seguir siendo moldeadas, preformateadas e hipotecadas en un esquema que no hace sino manipular de manera perversa nuestras relaciones con los hombres.
Amparo, no compraré tu elíxir de eterna juventud, porque amo mis años, sus huellas, sus enseñanzas y hace tiempo que ya no les temo a los espejos.
* Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad
No hay comentarios:
Publicar un comentario